
TESTIMONIOS
CATERINA LLITERAS ROIG
Resulta muy difícil no llenarte la cabeza de ideas y expectativas cuando se acerca el momento de alcanzar un sueño. Mi cabeza parecía algo tal como un cajón desordenado antes de partir a la aventura que suponía para mí el viajar a Kenia de voluntaria con VOLUNTARIOS EN KENIA al BABY LIFE. Traté, sin darme cuenta, de imaginar cómo serían los niños, su voz, como sería el centro y muchas cosas más. Como siempre, al vivir una experiencia así, tus expectativas se quedan cortas y te das cuenta que aunque imaginar no es malo, es imposible hacerte una idea del cómo, el donde, el cuándo y con quien.
Mi viaje de ida fue muy largo y tuve mucho tiempo para pensar. Recuerdo que llevaba un cuaderno con el que quería poder hablar sobre mi experiencia. Intentaba plasmar en el todos mis pensamientos y me daba cuenta que era imposible, nada estaba claro dentro de mí, era una mezcla de ilusión y miedo.
Cuando llegué, todo resultó fácil. Vino a buscarme Peter, quien desde el primer momento se mostró muy cercano y amable conmigo. Soltó dos bromas de camino y en nada ya estábamos en el orfanato. Mis ojos no creían lo que veía. Estaba por fin allí, ese lugar que tanto me había imaginado. Cuando vi las puertas azules supe que allí era, que al abrirla me estarían esperando unos niños a los que desde hace tiempo ya les había cogido cariño. Para mi sorpresa cuando entré todo me parecía súper pequeño, sobretodo Mark quién había crecido como 10 centímetros en mi mente. Desde el principio entendí lo que había ido a hacer allí y si lo entendí fue gracias a los niños. Esos pequeños torbellinos tenían cada uno su propia historia, al igual que yo, pero solo sus miradas y sus abrazos me explicaron que allí las historias importaban poco. De donde venía, como me llamaba, mi color de pelo, mi mayor sueño, mi peor miedo, allí eso no importaba. Estaban colgando de mis pantalones y me di cuenta que me empezaban a querer por lo que era allí y en ese momento: la “Anti” que había venido a compartir su tiempo con ellos. Lo único importante era ese momento transparente y sin prejuicios. Un ahora de los más auténticos que he vivido nunca. Y tú les empiezas a querer a ellos sólo por el hecho de haberte desmontado esa idea que tenías de que ibas a ayudarlos y a llenarlos a ellos cuando ellos te dan la más importante de las lecciones.
Y ese amor que les coges tan rápido es vital para la experiencia, porque no se trata de una cosa fácil, trabajar en un orfanato. El día a día en el orfanato era un no parar. Los niños se aseguraban de que me levantase y al salir de la habitación me gritaban: »Aaaanti, baby shark!!!!» Mis pequeñines ya vestidos con sus uniformes y haciendo tiempo esperado el »Matato» para ir al colegio, querían escuchar una de sus tantas canciones preferidas. Después del concierto mañanero se iban al colegio hasta las cuatro de la tarde. En ese instante empezaban la mañana para los más pequeños, quien más de uno ya tenía los ojos bien abiertos. Los sacábamos, los aseábamos y les dábamos su biberón de leche. Era un momento dulce, porque al llevar unos días allí ya tenías tu preferido para darle el biberón, otro preferido para la papilla, y cómo no, otro para los pañales. Aun así, todos tienen su »eso» especial. La mañana transcurría tranquila, con algunas tareas para hacer y algunas que otras risas con los niños.
Las mañanas eran un buen momento para acercarte a Josephine y Janet, las cuidadoras más antiguas del orfanato, con historias muy especiales. Janet era una mujer de pocas palabras, por eso cuando se le escapaba una sonrisa al felicitarla por su excelente menú, me encantaba. Por otra parte está Josephine, una mujer de acero. Con ella tuve la suerte de compartir el momento del té algunas noches, donde me contó su historia, la del orfanato, la de algunos niños. Eran pequeñas veladas que valían todo el tiempo del mundo.
Una vez habían comido, los pequeños se iban a descansar, y tenía mi tiempo de comida y descanso. Pasaba muy fugaz y llegaba la tarde, donde los grandes eran los protagonistas. Tras un poco de merienda, llegaba la hora de los deberes. Una vez terminados, y no es nada rápido, llega el tiempo del juego, del conocerlos aún más. Recuerdo una tarde que inflamos los globos y pintamos números. Luego cerraban los ojos y bailaban, cada uno a su compás. Yo, decía rápido un color o un número y tenían que ir a por él. Otras tardes fueron más tranquilas aunque muy divertidas, dónde jugamos con »playdo» (plastelina) y con puzzles. Dibujamos mucho y en esos momentos aprendí una de las palabras que más me gustan en Swahili: »Maxocorrongo» cuatro líneas aleatorias en un trozo de papel. Una tarde nos convertimos en tenistas y la otra en actores haciendo juegos de mímica.
Tempranito llegaba la hora de la cena y con ella un poco, sólo un poco, de calma. Comían y se ponían sus pijamas. Tras la gran diversión de lavarse los dientes llegaba la hora de rezar. Y que bonito!!!! Janet sacaba su vozarrón y cantaba »Nema, nema, nema cobaaba…». Era un momento muy bonito, se daba las gracias por todo lo que se había hecho ese día, por todo lo que habían pedido y se había cumplido y a continuación pedían nuevos favores a Dios. Para mí fue curioso porqué daban las gracias a Dios por haberles dado cosas que habían pedido. Me daba la sensación que Josephine y Janet pensaban que lo que había ocurrido era por la gracia del Señor, y aunque esto no lo sabe nadie, a mí me daba más por pensar que era por su incansable esfuerzo minuto tras minuto en ese pequeño centro.
La hora de la cama era el momento »tibita» (tirita). Se metían cada uno en la cama, y tras tapar a Ian con su mosquitera azul porque la blanca no la quería bajo ninguna condición, cantábamos la canción de »bona nit» que les había enseñado Anti Clara. Luego nos recordábamos cuanto nos queríamos y cuando todos tenían su tirita en alguna herida (real o imaginaria) se iban a dormir. Los más pequeños ya habían cenado mientras los grandes jugaban y ya llevaban un rato en sus cunas.
La parte más activa del día ya había terminado, y tras cenar llegaba el momento de las reflexiones, los aprendizajes, instantes graciosos o incluso duros, del día. En estos momentos aprendí a empatizar más, valorar más. Entendí que Janet fuera una mujer de pocas palabras porqué se pasaba cuidando a niños todo el día cuando tenía su bebé de 5 meses en casa al que no veía a penas crecer. Me sorprendí de la fuerza de Josephine quién se encargaba de todo y no demostraba en ningún momento un cansancio que sin duda tenía que llevar por dentro. Aprendí que no debemos pasar por alto los pequeños momentos como un té en su momento oportuno con la gente deseada y que no debemos quejarnos de nuestra rutina llena de lo que nos gusta hacer porque sino no lo haríamos, cuando la dejamos atrás es cuando realmente la echas de menos. Pensé por milésima vez que no hay nada como el abrazo de una madre y el calor de tu casa cuando no te encuentras bien (y pensarlo en un orfanato con niños que se ponen enfermos porque son tan humanos como tú y no tienen esa suerte, no resulta nada fácil). Y muchas más cosas que me guardaré para mí.
Kenia es Africa en estado puro. Su gente, tan amable, atenta, solidaria a la vez, hace que te sientas como en casa en poco tiempo. La oportunidad de ver animales salvajes, con un comportamiento tan puro, en libertad fue increíble. Lo mismo con la isla de Wasini y su gente. Mombasa y sus calles. Su olor. Sus »tuc tucs» y su estilo libre y peligroso de conducir. Bombolulu y sus puestos de fruta, su parada de taxis, sus niños corriendo, sus mujeres cocinando. Pura vida en la calle, imposible de olvidar.
CATERINA
OCTUBRE 2018
Caminando solos llegamos mas rápido…
Caminando juntos llegamos mas lejos.
